sábado, 22 de noviembre de 2008

E t e r n i t y

En unos pocos minutos, tus sesos decoraban el suelo y estabas definitivamente muerta.
¡Muerta! ¡No! Si de castigos había bibliotecas y sabios, ¿por qué castigarte con algo tan gélido como la muerte? La muerte no era un castigo, no estabas sufriendo, no estabas agonizando, no estabas llorando, no estabas sangrando y no estabas dolida, estabas muerta, no estabas.
¡No! ¡Ella está muerta!
Grité corriendo hacia tu cadáver.
Así es, la hemos matado, jamás volverá a molestarte.
Me repondieron tus asesinos, los que ahora se regodean entre vino y tabaco y yo aquí, llorándote, impotente.
¡No la quería muerta! ¡Devuélvanmela, devuélvanmela!
Jamás me entendieron, y no sé qué extraño pájaron voló por mi cabeza cuando consideré que lo hicieran. No podías volver, y el infierno no te torturaría, el cielo no te complacería. El castigo del que eras digna era la vida terrenal, insulsos años a mi lado, heridas transparentes en tus brazos hechas por palabras y el silencio, la mayor de las violencias.
¡Oh, Juliette! ¿Qué te han hecho? ¡Vuelve, sucia vergüenza! ¡Vuelve!
Querría haberte echado la culpa, pero por primera vez no tenías la culpa, la tenían ellos por ignorantes. Me acerqué a tu oído y lloré hasta dormirme, hasta que el asfalto formó parte de tu piel.
Juliette, ahí terminaba el camino, y te maldigo por haberlo terminado antes que yo, siempre tan soberbia, siempre tan inútil, simpre tan descuidada. Maldito el día en el que apareciste, maldito el día en que te fuiste, maldito el día en el que te cruzaste, maldita Juliette.

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